Un día cualquiera fue finalista en la IX edición del Premio Ciudad de Peñíscola:
Un día cualquiera
Soy médico de familia en una ciudad pequeña. Después de una maravillosa mañana viendo toses, degustando halitosis y peleándome por explorar abdómenes, de esos que tienen la rara virtud de rebosar por los dos lados de la camilla; es decir, después de disfrutar con el fascinante mundo de la medicina, he salido del Centro de Salud para hacer un aviso urgente.
-¡Qué tarde sale usted! –me dice el celador-; siempre es el último.
-Aún me queda un aviso. –le digo mientras sonrío sin ganas, sin ninguna gana.
No son horas para seguir trabajando, piensa mi tubo digestivo y, mientras busco la calle del Arroyo, mi intestino se empeña en recordármelo cada vez más alto. Miro una y otra vez el callejero, me pregunto por qué el Ayuntamiento no pone las placas en su sitio. En general, la realidad no es tan dura y las calles no suelen desaparecer: el número 6, 2º B. Llamo al telefonillo y espero; espero y vuelvo a llamar… y sigo esperando. El número correcto, piso y letra correctos y la calle es la que tiene que ser. Sabrán algunos vecinos; espero esperanzado y sigo esperando; hoy es mi día de suerte, nadie contesta…
-¿Quién es?, ¿qué quiere?
Ser médico permite aún que te abran algunos portales, sobre todo si arriba se esconden, en su castillo, una jovencita de ochenta y ocho añitos, acompañada de su fiel escudera y hermana, bastante más joven, con aproximadamente ochenta y cinco primaveras.
Segundo piso, puerta B y un timbre… miro el reloj, reviso que tengo recetas, fonendo, partes de ambulancia, hojas de informes; segundo timbre… inyectables, martillo de reflejos, tiras de orina, otoscopio, oftalmoscopio, debo meter depresores y no llevo guantes, mañana lo revisaré a primera hora… y la puerta se abre, estoy en cuclillas, con el maletín abierto, en una posición poco decorosa.
-¿Es usted médico?, es muy joven.
El maletín abierto contesta a su pregunta y pienso que no se fiará de mí. Camina con un andador que me explica muchas cosas. La paciente es su hermana; espera en el dormitorio. Comenzamos una preciosa visita turística por su casa. Miro por segunda vez mi muñeca y aún no hemos salido del hall; a continuación, un pasillo de unos cinco metros que comenzamos a recorrer con ímpetu, con una buena cadencia de paso. Me mantengo detrás de ella, limitado por ciertas normas de educación que estoy a punto de mandar muy lejos; comienzo a calcular nuestra velocidad: cuarenta y cinco segundos para cuatro metros es una buena marca:
-Tengo operadas las dos caderas, hoy estoy muy bien.
Precioso el papel pintado de la pared, muy acertado el bodegón del pasillo con su fruta, con su guiso, con mis jugos gástricos. Fuertes y robustas las puertas, todas con su cerrojo y su llavín. El último metro me lleva a pensar en el Km. 30 de los maratonianos, en el muro que les crece sobre el asfalto, en su sudor y su esfuerzo y, casi sin darme cuenta, el pasillo se acaba y abrimos la puerta del dormitorio.
-Buenos días, soy el médico.
-Dirá buenas tardes, ya ha pasado el parte.
-Sí, perdone, lo que ocurre es que todavía no he comido. Cuénteme, ¿qué le ocurre?
Una urgencia vital: tiene tos. Miro la hora y me armo de paciencia. Tos de 10 días de evolución, sin fiebre, sin dolor en el pecho u otras características que me hagan pensar en algún problema serio.
-¿Alguna enfermedad importante?, ¿algún problema de bronquios?
-Los huesos sólo.
-¿Toma alguna medicina?
No toma nada salvo algunas pastillas cuyo nombre no recuerda; unas es granate y la otra, oscura; tiene una caja verde y blanca, con letras grandes y trae muchas y… no, no tiene las cajas.
Le pido que se descubra para explorarla; 5 capas de ropa y todo el tiempo del mundo por delante. No mueve un músculo y su hermana, que ha logrado alcanzar lo que parece el último rincón de la casa, entre sonidos de telenovela, me pide que le grite, que está sorda. Me encantan las sorderas selectivas que no le han impedido entenderme hasta ahora. Insisto en que tengo que explorarla y, ante la amenaza de su hermana de venir a ayudarla, le ruego encarecidamente que por favor se quite la bata, el pijama de invierno que tiene sobre el camisón y que yo le echaré una mano, si lo precisa, y gritaré todo lo que pueda para que me entienda, pero que, nuevamente por favor, empiece a ganar tiempo y no espere a que su hermana tenga que llegar hasta nosotros.
-No me grite.
-Perdone, su hermana me ha dicho que le cuesta oír.
-Ya voy –surge la voz desde lo más profundo del piso.
Y, efectivamente, viene o, mejor dicho, va viniendo, a su paso, con prudencia; lo cual agradezco, no sea que tropiece y tenga que atenderla también. No tarda en llegar, o sí, pero ya da igual. Comenzamos un arduo trabajo con toda nuestra buena intención. La tarea no es sencilla, aparece alguna capa que, al menos yo, no tenía previsto y una complicada faja que impide auscultarla en condiciones.
-Respire hondo.
La rara virtud de algunas peticiones que hacemos los médicos cuando exploramos, de conseguir el efecto contrario al que pretendemos, debería ser incluida dentro de las leyes de Murphy. La longeva vocación olímpica de su hermana le hace salir inmediatamente buscando mejorar sus marcas y alcanzar la telenovela, que ha tenido que interrumpir momentáneamente.
-¿Puede dejarme una cuchara?
La paciente grita a su hermana que nos traiga una cuchara… su hermana dice no entender… insiste una en su petición y la otra en su sordera, que también es selectiva… Prometo, firmemente, que desde el día de hoy nunca más olvidaré los depresores linguales, bajo pena de amputación de ambas manos si así ocurriera.
-Si me dice dónde está la cocina, yo iré a buscarla.
No ha sido difícil, la cocina estaba junto al hall, más allá de los cinco metros del pasillo, y las cucharas estaban donde me había dicho que iban a estar; claro que, junto a los cubiertos, he descubierto pastillas, comprimidos, grageas, supositorios y hasta un parche de sor Virginia para los lumbagos. Afortunadamente ninguna de las dos tomaba casi medicinas. Mi estómago parece saber que estoy en cocina ajena y tan sólo gimotea un instante, sin fuerzas ya para convencerme.
-¿Qué hace usted?
Clavada en la puerta de la cocina me espera, desafiante, con un brillo en la mirada que no tenía antes, e incluso noto una secreción saliendo, muy discreta, eso sí, por sus labios, que me hace recordar ciertos síntomas de la rabia. Levanto instintivamente las dos manos con el tesoro robado en la derecha.
-Es una cuchara- balbuceo.
Estoy a punto de darme la vuelta para que no tenga dudas y que me cachee, si lo cree necesario y, tras una vacilación, se va sin decirme nada. No entiendo cómo ha llegado tan pronto hasta la cocina, conozco bien sus últimos registros en carrera con andador…, otro misterio de la naturaleza humana.
Abra la boca.
Termino de explorarla y le explico que parece que no es grave nada de lo que tiene; un poco de humedad y aumentar la ingesta de líquidos será suficiente. Afirma que ella bebe mucho y que algunos días casi llega a tres vasos de agua. Discutimos, amigablemente, sobre el volumen mínimo de líquidos que considero necesario y parece caer rendida frente a mi elocuencia.
-¿No me receta nada para la tos?
Pienso en el tiempo, en el devenir de los días, en la sucesión de las estaciones y me recuerdo prometiéndome que no iba a mirar más mi reloj, pasara lo que pasara, hasta que saliera de esta casa. Abro el maletín y quiero extenderle un cheque en blanco si me deja libre. El único talonario que encuentro es uno rojo con letras del Sacyl y escribo el nombre de un jarabe. Se lo daré, le explicaré como usarlo y ganaré mi libertad.
-Dile lo de las almorranas.
Cuento hasta diez, y vuelvo a contar, mientras ella me cuenta lo que no quiero oír. Son las…, he prometido no mirar la hora y soy un hombre de palabra, o lo era antes de entrar aquí. Respiro hondo y vuelvo a respirar la falta de ventilación de esta habitación, de la que me encantaría no acordarme cuando salga.
-¿Desde cuándo las tiene?, ¿han empeorado?
Diez años son muchos en la vida de una persona. Un niño de dos años no se parece en nada a uno de doce y éste está a varios años luz, tanto física como psicológicamente, de uno de veintidós años. Todo eso es cierto, pero la vida de las hemorroides suele ser mucho más plácida cuando no hay cambios importantes, qué sé yo, un bautizo, una boda; es decir, si no aparecen nuevas o se unen varias de las que hay y celebran una gran fiesta, con las consiguientes molestias para el casero. Si no ocurre nada de esto, casi que la vida y andanzas de sus hemorroides deberían ser tema de conversación exclusivo con su médico de cabecera, dada la trascendencia de la cuestión y para que un correcto seguimiento de la misma no sea tomada, bajo ningún concepto, como tema baladí.
-Han sangrado.
Sé reconocer cuando pierdo y también cuando lo hago por goleada; debo verlas y explorarlas. Abro el maletín y… no hay guantes. Pienso en irme a mi casa; mi vida no es toda felicidad, pero tampoco es la peor de todas las vidas posibles. Tengo mi trabajo, una casa en las afueras con doce metros cuadrados de jardín, tengo un perro que me recibe con cariño cada día… tengo una familia, es cierto, ¿cuánto hará que no la veo?... había dos niños y me llevaba bien con mi mujer y con ellos… ¿dónde estarán ahora?, ¿se acordarán de mí?... Yo les prometo que era un tipo normal.
Juramento hipocrático, pues nada, vamos allá, colóquese en posición, es como poner un supositorio. Hemorroides externas e internas con mínima fisura en borde superior anal a las dos horas, heces normales en ampolla, no sangre en dedil.
-Si quiere, puede lavarse.
No, no quiero; estoy encantado con la profesión que escogí y por pudor no voy a decir todo lo que pienso sobre Hipócrates, un buen tipo que se podía haber metido todas sus frasecitas bonitas en un sitio, digamos, no muy limpio.
-¿Dónde va usted?
No voy a contar hasta diez y no voy a respirar profundo porque no va a servir de nada. Su hermana bloqueando la puerta del dormitorio y un impulso irrefrenable de decirle con mi dedito dónde voy… necesito respirar aire puro, huir, pero antes debo lavarme y acabar lo que he empezado. La miro desafiante y no mueve un párpado, voy a gritarle que qué cree ella que estoy haciendo, levanto mi dedo… y se aparta señalándome la puerta del lavabo con su cabeza. Cuánta amabilidad.
-Muchas gracias- ahora soy yo quien tiene espuma en la boca.
Mientras me seco, veo el segundo arsenal de medicación que tiene en el armario del baño: todo tipo de analgésicos, cajas y cajas de antihemorroidales, antihipertensivos, laxantes, diuréticos… Oigo un clic en la puerta. Intento abrirla sin conseguirlo.
-¿Qué están haciendo?
Esto no es real, nada de esto está sucediendo. Comienzo a sudar, siento náuseas con el maldito olor del tacto rectal, respiro hondo, pero no consigo hacerlo despacio y mi corazón se acelera más y más. Doy una patada a la puerta y otra, y otra, sin que se mueva nada. ¿Qué diablos está pasando aquí? ¿cuánto llevo aquí dentro? ¿qué hora es?... mierda, el reloj me lo he quitado para hacer el tacto rectal. Seamos lógicos: alguien me oirá en el piso de abajo, aunque antes no contestara nadie… y si no ¡el móvil!, en el maletín, está sonando. Grito, golpeo y la llamada se agota en un espacio y un tiempo que no son los míos, que no pertenecen a mi mundo, ni a mi existencia.
-Mañana se irá… si no toso.
Muy bueno... final totalmente inesperado...espero que no te ocurriera de verdad.....
ResponderEliminarMe alegro que te guste. Hay una parte de realidad y otra de ficción...
ResponderEliminarQuerido Javier: me ha sorprendido gratamente esta faceta tuya de escritor, que no conocía. Más interesante que Teresa de J y Juan de la C, pues mantienes el interés del relato hasta el final. ¡Enhorabuena! Un abrazo para mon arc-en-ciel. Jaime
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